miércoles, 19 de noviembre de 2008

La hija del mazorquero

Gorriti, Juana Manuela, “La hija del mazorquero”, en Narraciones, Buenos Aires, Estrada, 1958. pp 99 a 118.

LA HIJA DEL MAZORQUERO
(LEYENDA HISTORICA)

Roque Almanegra era el terror de Buenos Aires. Verdugo por excelencia entre una asociación de verdugos llamada Mazorca y consagrado en cuerpo y alma al tremendo fundador de aquella terrible hermandad, contaba las horas por el número de sus crímenes y su brazo, perpetuamente armado del puñal, jamás se bajaba sino para herir. Su huella era un reguero de sangre y había huído de él hacía tanto tiempo la pie- dad, que su corazón no conservaba de ésta ningún recuerdo, y los gemidos del huérfano, de la esposa y de la madre, lo encontraban tan insensible, como la fría hoja de acero que hundía en el pecho de sus victimas. Cada semejanza con la humanidad había desaparecido de la fisonomía de aquel hombre y su lenguaje, expresión fiel del nombre que sus delitos le habían dado, era una mezcla de ferocidad y de blasfemia que hacía palidecer de espanto a todos aquellos que tenían la desgracia de acercársele.
Sin embargo, entre aquel horrible vocabulario de crueldades y de impiedad, como una flor nacida en el cieno, había una palabra de bendición que Roque pronunciaba siempre.
– Clemencia – decía aquel hombre de sangre, cuando fatigado con los crímenes de la noche entraba a su casa al amanecer.

Y a este nombre, que sonaba como un sarcasmo en los labios del asesino, una voz tan dulce y melodiosa que parecía venir de los celestes coros, respondía con ternura:
– ¡ Padre! – y una figura de ángel, una joven de dieciséis años, con grandes ojos azules y ceñida_ de una aureola de rizos blondos, salía al encuentro del mazorquero y lo abrazaba con dolorosa efusión. Era su hija.
Roque la amaba como el tigre ama a sus cachorros, con un amor feroz. Por ella hubiera llevado el hierro y el fuego a los extremos del mundo; por ella hubiera vertido su propia sangre; pero no le habría sacrificado ni una sola gota de su venganza, ni uno solo de sus instintos homicidas. Clemencia vivía sola en el maldecido hogar del mazorquero. Su madre había muerto hacía mucho tiempo víctima de una dolencia desconocida. Clemencia la vio languidecer y extinguirse lentamente en una larga agonía, sin que sus tiernos cuidados pudieran volverla a la vida, ni sus ruegos y lágrimas arrancar de su corazón el fatal secreto que la llevaba a la tumba. Pero cuando su madre murió, cuando la vio desaparecer bajo la negra cubierta del ataúd y que espantada del inmenso vacío que se había hecho en torno suyo, fué a arrojarse en los brazos de su padre, los vió manchados en sangre y la luz de una horrible revelación alumbró de repente el espíritu de Clemencia. Tendió una mirada al pasado y trajo a la memoria escenas misteriosas entonces para ella y que ahora se le presentaban c1aras, distintas, horribles. Recordó las maldiciones dirigidas a Roque el Mazorquero, que tantas veces habían herido sus oídos y que ella en su amor, en su veneración por su padre, estaba tan distante de pensar que caían sobre él. Ella, que hasta entonces había vivido en un mundo de amor y de piedad, hallóse un día de repente en otro de crímenes y de horror. La verdad toda entera se mostró a sus ojos y comparando con su propio dolor el dolor que su madre había devorado en silencio, comprendió por qué había preferido a la vida la eternidad y al lecho conyugal la fría almohada del sepulcro. Pero en el clo1or de Clemencia no se mezcló ningún sentimiento de amargura. Del alma de aquella hermosa niña se parecía a su nombre: era toda dulzura y mis ricordia. Su fatal descubrimiento en nada disminuyó la ternura que profesaba a su padre. Al contrario, Clemencia lo amó más, porque lo amó con una compasión profunda; y viéndolo marchar solo con sus crímenes en un sendero regado con sangre, llevando el odio bajo sus pies y la venganza sobre su cabeza, lejos de envidiar el reposo eterno de su madre, Clemencia deseó vivir para acompañar al desdichado como un ángel guardián en aquella vida de iniquidad, y si no le era posible apartarlo de ella, ofrecer al menos por él a Dios una vida de dolor y de expiación.
Clemencia rechazó con horror el lujo que la rodeaba, porque en él vió el precio del crimen y, olvidando que era joven, olvidando que era bella y que en el mundo hay goces celestes para la juventud y la belleza oculto su esbelto talle y sus deliciosas formas bajo una larga túnica blanca, cubrió los sedosos rizos de su espléndida cabellera con un tupido velo, acalló los latidos con que su corazón la pedía amor y se consagró toda entera al alivio de los desgraciados. Sobreponiéndose al profundo horror de su alma, hojeó esas sangrientas listas en que su padre consignaba el nombre de sus víctimas y guiada por estos fúnebres datos, corría a buscar para dotarlos a los huérfanos y viudas que el puñal de aquél había dejado sin amparo en el mundo. Empleó para socorrerlos los talentos adquiridos en la esmerada educación que había recibido de su madre: dió lecciones de música y de pintura y consagró sus horas a un constante trabajo. La pobre niña, llena la mente de lúgubres pensamientos y con el corazón destrozado de dolor, tocaba alegres polkas que sus discípulos danzaban alegres y felices; y en la pavorosa soledad de sus noches, ella, que había dicho un eterno adiós a todas las dichas de la vida, se ocupaba en bordar vaporosos ramilletes en el velo de una desposada o en la transparente y coqueta falda de un vestido de baile, sin que la desanimaran las ideas dolorosas que esos accesorios de una fe!icidad a que ella no podía ya aspirar, despertaban en su alma, y con el precio de los trabajos tan llenos de emociones, corría a derramar el consuelo y la paz en el hogar de aquellos a quienes había sacrificado el hacha de su padre. Como una tierna madre acariciaba e instruía a los niños, velaba a los enfermos con la ardiente solicitud de una hermana de caridad y auxiliaba a los moribundos con una elocuencia llena de unción y piedad.
Enteramente olvidada de sí misma, Clemencia parecía vivir sólo en la vida de los otros. Y sin embargo, el mundo la sonreía a lo lejos, le abría los brazos y le mostraba sus goces. Frecuentemente en sus piadosas correrías, Clemencia oía tras de sí voces apasionadas que exclamaban :
– ¡Cuán bella es! ¡Dichoso, mil veces dichoso, aquel que merezca una mirada de esos ojos! Pero aquellas palabras de galantería y amor en me- dio del sepulcral silencio de la ciudad desolada, escandalizaban los oídos de Clemencia como cantos profanos entre las tumbas de un cementerio y, ocultando el rostro entre los pliegues de su velo, se apartaba con el corazón oprimido de tristeza y disgusto.

II
Un día al anochecer, Clemencia vió entrar en su casa y dirigirse al cuarto de su padre a algunos hombres de fisonomía patibularia, envueltos en largos ponchos
bajo cuyos pliegues se veían brillar los mangos de sus puñales. Clemencia previó algo funesto en la presencia de aquellos hombres y, después de haber vacilado algunos instantes, corrió a aplicar el oído a la cerradura de una puerta que se abría sobre la habitación de su padre. Roque, de pie cerca de una mesa, tenía en la mano algunos papeles y hablaba en voz alta a su auditorio.
– Sí amigos míos – decía –, ¡guerra a muerte a los unitarios! ¡guerra a muerte a esos malvados. ¿Vosotros creéis hacer mucho? Pues sabed que os engañáis. Leed si no la lista de nuestras ejecuciones de este mes y cotejadla con las delaciones que hemos recibido hoy solamente. Leed y veréis que aun queda una inmensa obra al cuchillo de la Mazorca, cuando comparéis el número de los que han caído con el de aquellos que caerán... ¡que caerán sí, aunque se escondan bajo el manto de María!
– ¡ Reina del cielo! – murmuró Clemencia juntando las manos con angustia y volviéndose hacia la imagen de la Virgen, su única compañera en aquella morada solitaria –. Si esa blasfemia ha llegado al pie de vuestro divino trono, no la escuchéis ¡madre buena!, desechadla con indulgencia y alumbrad con una sonrisa de compasión al desdichado que camina en las tinieblas.
Al pronunciar estas últimas palabras, Clemencia volvió a oír la voz de su padre que leía:
- A las nueve de esta noche un hombre embozado se detendrá al pie del obelisco de la plaza de la Victoria y dará tres silbidos. Ese hombre es Manuel de Pueyrredón, el incorregible conspirador unitario, amigo de Lavalle y emigrado de Montevideo. La señal es dirigida a la hija de un federal que unida a él secretamente convertida en su auxiliar más poderoso, le entrega los secretos de su padre e, instruída por esa señal del regreso del conspirador, irá, a reunírsele para secundar sin duda el infame plan que le trae a Buenos Aires.¿Lo oís, camaradas? ¡Y aun están nuestros puñales en el cinto! – exclamó Roque con una ira feroz.
– ¡ Muera Manuel de Pueyrredón! – gritaron los asesinos desenvainando sus largos puñales.
Clemencia dirigió una mirada por la cerradura a la péndula que estaba enfrente de su padre y se estremeció.
La aguja marcaba las ocho y cincuenta y cinco.
– ¡ Cinco minutos para salvar la vida a un hombre! ¡Cinco minutos para preservar a mi padre de un crimen más! ¡Oh! Dios mío, alarga este corto espacio y presta alas a mis pies.
Y envolviéndose en su largo velo blanco, salió de su casa corriendo, no sin volver muchas veces la cabeza por temor de que los asesinos se le adelantaran, inutilizando el deseo de salvar al desgraciado que, sin saberlo, se encaminaba a la muerte.
Al llegar al ángulo que forma la calle de la Victoria con la del Colegio, Clemencia divisó un bulto negro que, cortando diagonalmente la plaza, se dirigía al obelisco.
– ¡ Es él – murmuró con voz temblorosa y corriendo en pos suya, alcanzóle en el momento que tocaba ya la verja de hierro.
Muchos paseantes vagaban en aquel sitio halagados por la brisa de la noche e impedían a Clemencia hablar con el desconocido.
Entonces él se volvió con impetuosidad y acercándose a Clemencia :_
– ¡Emilia! ¡Emilia mía! – exclamó ciñendo apaciblemente el cuerpo de la joven con uno de sus brazos, sin que ella pudiera impedirlo por temor de llamar sobre ellos la atención.
Obligada así a callar, Clemencia al través de su velo contempló al desconocido, cuyo rostro estaba iluminado en aquel momento por los rayos de la luna. Era un hombre joven y bello como jamás Clemencia había visto otro, ni aún en sus poéticos ensueños de dieciséis años. Era alto y esbelto. En todos sus movimientos revelábase esa elegancia fácil, casi descuidada, que sólo dan el uso del mundo y un nacimiento distinguido. La mirada, a la vez profunda y lánguida de sus hermosos ojos, tenia un poder irresistible de atracción que, aliándose a la mágica armonía de su voz, hacía de aquel hombre uno de esos seres que una vez vistos no pueden olvidarse jamás y que dejan en nuestra vida una huella imborrable de felicidad o de dolor.
Y el desconocido, bajo el poder de su engaño, repetía al oído de Clemencia :
– Emilia, heme aquí, amada mía, no como un conspirador, a envolverte de nuevo en la ruina de mis quiméricas esperanzas, sino como esposo apasionado a arrebatarte de los brazos de tu padre, y llevarte en los míos, lejos, muy lejos, al fondo de los desiertos, a algún paraje desconocido que tu amor convertirá para mí en un delicioso Edén. Ven, Emilia mía, abandonemos esta patria fatal. Dios la ha maldecido y nuestros esfuerzos y sacrificios para salvarla son vanos... ¡oh! – continuó el proscrito con voz ahogada y estrechando aun más a Clemencia contra su pecho –, lo ves, Emilia: esta idea despedaza mi corazón... Pero aquí estás tú para calmar sus dolores y llenarlo de alegría... ¿, Y nuestro hijo? ¡Qué bello será! ¡Cuánto habrás sufrido al separarte de él en la cruel necesidad de ocultar su existencia...!
En aquel momento llegaban a un paraje solitario de la plaza. Clemencia tendió una mirada en torno su- yo y separándose precipitadamente de los brazos del desconocido, alzó el velo para hacerle conocer su error.
– ¡Cielos! – exclamó él –, ¡no es Emilia!
– No, señor; pero si vos os llamáis Manuel de Pueyrredón, huid de este sitio funesto donde cada segundo es para vos un paso hacia la muerte... ¿, No lo veis? – continuó ella con terror, señalando un grupo negro al otro extremo de la plaza –. Son ellos, son los puñales sangrientos de la Mazorca que os acechan... Huid en nombre del cielo, por vuestra esposa, por vuestro hijo . Id con ellos lejos de este antro de fieras a realizar ese hermoso sueño de dicha que halaga vuestra mente... Huid, huid – repitió, señalando al proscrito una calle sombría y alejándose ella por otra.
III

Al entrar en su casa, Clemencia fué a postrarse a los pies de la Virgen y, ocultando su rostro bajo el velo de la sagrada imagen, lloró largo tiempo, murmurando entre sollozos palabras misteriosas : quizá algún dulce y doloroso secreto que ella había querido ocultarse a si misma y que sólo osaba confiar a aquella que guarda la llave del corazón de las vírgenes.
Desde ese día el hechicero y melancólico rostro de Clemencia palideció más todavía, revistiéndose de una tristeza profunda. ¡Quién sabe qué halagueña visión cruzó por su mente con las palabras apasionadas de ese hombre! ¡Quién sabe qué sentimiento hizo nacer su vista en aquel corazón joven y solitario!
Algunas veces, con la mirada perdida en el vacío, sonreía dulcemente; pero luego, como asaltada por un amargo recuerdo, movía la cabeza en ademán de dolorosa resignación murmurando en voz baja :
“ Hija de la desgracia, heredera del castigo celeste, víctima expiatoria, piensa en tu voto ; acuérdate que tu reino no es de este mundo” .
Y sumida de nuevo en su mortal tristeza, consagrábase con mayor ardor a la misión de piedad que se había impuesto.

– Clemencia – dijo a su hija un día el mazorquero –, ¿,por qué te hallo cada vez más triste y meditabunda? ¿quién se atreve a causarte pesadumbre? Nómbralo, por vida mía y muy luego podrás añadir : ¡ Desdichado de él!
–¡Nadie! ¡padre... nadie! – respondió ésta estremeciéndose y levantó instintivamente la mano al corazón, como si hubiese temido que su padre leyera allí algún secreto.
– No..., tú me engañas... Hace tiempo que advierto lágrimas hasta en tu voz cuando vienes a abrazarme. – Padre... – replicó la joven interrumpiéndolo y fijando en los sangrientos ojos del asesino los suyos azules y piadosos –, ¿no lo adivinas? Cuando después de una noche de vigilia y ansiedad te veo llegar al fin y salgo a abrazarte, pienso con profundo dolor que los hijos de esos desdichados que diariamente siega el hacha de tu bando no podrían gozar ya de esa felicidad que Dios me concede a mí todavía. ¡Oh padre! ¿no es éste un gran motivo de tristeza y de lágrimas? ¿En medio de esas sangrientas escenas no has llevado alguna vez la mano al corazón y te has preguntado qué harías tú mismo si vieras una mano armada de puñal bajarse sobre tu hija y degollarla... ?
– ¡ Calla...! ¡ calla, Clemencia...! – gritó el bandido – ; ¿qué haría? El infierno mismo no tiene una rabia semejante a la que entonces movería el brazo de Roque para vengarte... ¡Pero tú estás loca, niña! ¿No sabes que los salvajes unitarios no tienen corazón como nosotros, que amamos y aborrecemos con igual violencia...?
-¡Padre, tú sabes que eso no es cierto! ¿Qué dicen pues los gritos desgarradores de esas madres, los gemidos de esas esposas y el triste llanto de esos huérfanos que a todas horas oigo elevarse al cielo contra nosotros? ¿No te dicen que las fibras rotas por tu puñal en el fondo de sus almas son tan sensibles como las nuestras?
– ¡ Calla! – repitió –, ¡calla, Clemencia! Tienes una voz tan insinuante y persuasiva que me lo harías creer; y entonces ¿qué pensaría el general Rosas de su servidor? ¡Cómo se burlarían Salomón y Cuitiño de su compañero! No..._ ¡vete! no quiero escucharte, hoy sobre todo que Manuel Pueyrredón, ese bandido unitario a quien he jurado degollar, vaga entre nosotros invisiblemente y como protegido por un poder sobrenatural._ ¡Oh! pero en vano me inquieto... ¡qué locura! Este corazón está lleno de odio y ya no cabría en él la piedad... Escucha si no esta historia:
“ Hace algunos meses entré a oír misa en la iglesia del Socorro...
– ¡ Padre! ¡Osasteis entrar en el templo de Dios con las manos manchadas!
–¿De sangre? Sí, por cierto ¿por qué no, si es sangre de unitarios, esos enemigos de Dios? Entré, como decía, en la iglesia del Socorro. Apenas había comenzado la misa un hombre a cuyo lado me había arrodillado volvióse de repente y habiéndome contemplado un segundo como para reconocerme, paseó sobre mí una mirada de desprecio y, apartándose con insolente repugnancia, fué a colocarse muy lejos de aquel sitio. Aquella acción me denunció un unitario. El miserable había reconocido a Roque, pero ignoraba lo que era la venganza de Roque.
Mis ojos no se apartaron de él durante la misa y al salir de la iglesia vile entrar al frente de una casa pequeña, casi arruinada.
En la noche de ese día, mientras aquel hombre olvidado del agravio que me había hecho y con dos niños en los brazos estaba tranquilamente al lado de su mujer, ocupada en bordar el ajuar para el tercero que iba a nacer, yo guié a su casa la Mazorca, y entre los brazos de su esposa y de sus hijos hundí mil veces mi puñal en su corazón, salpicando los pañales del que aun no había visto la luz.
– ¡Clemencia! ¡Clemencia! ¿qué tienes? El asesino alargó el brazo para sostener a su hija que, vacilante y trémula, lo rechazó con mal disimulado horror.
– Por algún tiempo – continuó él –, creí que sería eso que llaman remordimiento el recuerdo imborrable que aquella escena de sangre, de gritos y de lágrimas dejó en mi imaginación ; pero, ¡ah! era sólo el contento de una venganza satisfecha. El día en que Roque conociera la compasión o el remordimiento, la hoja de esta arma se empañaría y... mira como resplandece... – dijo el bandido, haciendo brillar su ancho puñal a los ojos de su hija.
Y, ocultándolo en seguida entre la faja de su chiripá, se alejó, sin duda para volver a su horrible tarea.
Clemencia se sintió anonadada bajo el peso de las espantosas palabras que había escuchado. Débil, quebrantada, exánime, fué a caer a los pies de su divina protectora elevando hacia ella las manos en angustiosa plegaria.
A medida que oraba, la esperanza y la fe descendían a su corazón, y cuando se levantó, su frente volvió a iluminarse con la serenidad de la resignación.
– Nunca es tarde para tu infinita misericordia, Dios mío – dijo ella alzando al cielo su mirada –. La hora del arrepentimiento no ha llegado todavía ; pero ella sonará.
En seguida visitó el tesoro que guardaba para los desgraciados ; tomó consigo una cesta de provisiones y un bolsillo de oro, y a favor de las sombras de la noche fué a buscar aquella casa de que había hablado su padre. Reconocióla en la huella del hacha de los bandidos que, rompiendo el postigo, la habían dejado abierta. Clemencia iba a pasar el umbral de una habitación desnuda y miserable cuando, oyendo una voz que hablaba dentro, se detuvo y contempló el cuadro que se ofrecía a su vista.
En un rincón del cuarto, sobre un lecho pobre y des- abrigado, yacía una mujer joven, pero pálida y enflaquecida, con un recién nacido entre sus brazos. Más lejos un niño de seis años y otro de cuatro estaban sentados bajo las mantas de una camita suspendida en forma de cuna por cuatro cuerdas reunidas y pendientes de una viga del techo. La luz opaca de una vela que ardía en el suelo daba a aquella morada un aspecto lúgubre que, unido al recuerdo de la espantosa escena ocurrida allí, despedazó de dolor el alma de Clemencia.
– Mamá – decía con voz lamentable el menor de los dos niños –, tengo hambre. ¿Qué has hecho del pan que comimos ayer? La madre exhaló un profundo gemido al mismo tiempo que el otro niño respondió con acento grave y resignado:
– Lo comimos, Enrique. Lo comimos, y mamá no tiene dinero para comprar otro, porque está enferma y no puede trabajar. No la atormentes y durmamos como el pobre angelito que ayer cayó del cielo entre nosotros.
– ¡Ay! ¡él tiene el pecho de mi mamá y yo tengo hambre... tengo hambre! – replicaba Enrique llorando._
– ¡Dios mío! – exclamó la madre entre sollozos –, si en la sabiduría de tus designios quisiste que el hacha homicida abatiera el árbol más robusto, yo adoro tu voluntad y me resigno; pero ten piedad de estas tiernas flores que comienzan a abrirse a los rayos de tu sol. ¡Señor!, tú que alimentas las avecillas del aire, los gusanos de la tierra y que oyes llorar de hambre a mis hijos, que enviarás en su socorro uno de los millares de ángeles que habitan tu cielo...?_ ¡Ah, helo ahí! – murmuró viendo a Clemencia que, arrodillada ante la cama de los niños, les presentaba las provisiones que había traído. La madre juntó las manos y contempló con admiración a aquella bellísima joven, cuyo blanco velo plegado como una aureola en torno de su frente parecía iluminar las tinieblas que la rodeaban y que inclinada sobre sus hijos como el genio de la misericordia los cubría con una mirada de ternura y dolor. La pobre mujer creíala un ángel descendido a su ruego e, inmóvil, temía que un ademán, que un soplo, desvanecieran la divina visión, restituyéndola a la horrible realidad. Y cuando Clemencia se acercó a su lecho, la sencilla hija del pueblo alargó ansiosamente la mano para tocar las suyas y convencerse de que no era una aparición sobrehumana.
– ¡Oh, tú, que has venido a derramar el consuelo en esta morada de dolor! – exclamó abrazando las rodil!as_ de la joven –, ¿quién eres, criatura angelical?
– Soy un ser desventurado como vosotros y vengo a buscar a mis compañeros de dolor. Vengo a deciros : Madre cristiana, confiad en aquel que enjuga toda lágrima y acalla todo gemido. El vela sobre todo de lo alto de su cielo y puede hacer de la más débil criatura un instrumento de su misericordia. ¿Habéis quedado sola y desamparada? Yo estaré cerca de vos y seréis mi hermana querida. ¿Vuestros hijos necesitan de un protector? Yo lo seré. ¿Os halláis falta de todo? He aquí oro para que lo procuréis._
– ¡Ah, sois una santa!... – dijo la viuda, inclinándose devotamente –, bendecid a mi hijo y dadle un nombre, porque todavía no está bautizado. Y puso el recién nacido en los brazos de Clemencia.
– Llamadle Manuel – dijo ella en voz baja, y al pronunciar este nombre la pálida frente de la virgen se ruborizó y sus ojos brillaron con extraño fulgor.


– Manuel – continuó, besando al niño con timidez –, yo seré para tí una nodriza solícita y apasionada. Tu madre no tendrá_ celos, pues para ella serán todas tus caricias ; para mí sólo la dicha de poder decir cada día : ¡Manuel, yo te amo!
–¡Ay de mí! – exclamó la pobre madre, cubriendo sus ojos con la mano de Clemencia y sollozando profundamente –. Bien pronto lo seréis todo para él. Mi esposo me llama desde la eternidad. El puñal del asesino no ha podido romper el lazo que unía nuestras almas, y la mía se va, aunque a pesar suyo y gimiendo amargamente por estas otras almas que se quedan penando en la tierra.
Y la infeliz señalaba s los niños con ademán desesperado.
Clemencia la escuchaba con terror. La hija del asesino pensó estremecida de espanto en los crímenes de su padre, cuya imagen nunca se le había presentado tan horrible. Pero sobreponiéndose a las lúgubres ideas que la abrumaban. llamó a la madre al cumplimiento de su deber en la tierra y a la cristiana a la resignación en la voluntad del cielo.
– Madre mía – dijo el mayor de 1os niños cuando quedaron solos –, ¿cuál de los ángeles del Señor es este que ha venido a visitarnos? ¡Qué hermosos son sus largos cabellos rizados como los de Nuestra Señora del Socorro!
– Y sus ojos, mamá – replicó el más pequeño –, sus ojos azules como el cielo y sus pestañas, ¿no es cierto que se parecen a los rayos de esa estrella que nos está mirando por la ventana?
– Sí, hijos míos – dijo la viuda sonriendo tristemente a sus niños –, es un bello ángel que Dios tiene en la tierra para consolar a los infelices.
– ¡Ah, es un ángel de la tierra; por eso está tan triste. Yo la he visto llorar mientras arreglaba nuestra cama.
– ¿Cuál es el nombre de ese ángel, madre mía?
Cualquiera que sea, bendigámoslo, hijos míos, y pidamos a Dios que enjugue sus lágrimas como ha enjugado las nuestras – dijo la viuda, haciendo arrodillar a los niños para la oración de la noche.
V

Clemencia entre tanto se alejaba con lentos y vacilantes pasos. La expresión de su semblante revelaba un profundo desconsuelo. Pensaba en la omnipotencia del mal y en la omnipotencia del bien, Un solo golpe de puñal había bastado a su padre para abrir el insondable abismo de infortunio que acababa de contemplar, y ella, con toda una vida de sacrificios y abnegación, ¿qué había alcanzado? Aliviar el hambre y la desnudez ; curar dolores materiales: para los del alma nada había hallado sino lágrimas. Y a esta idea Clemencia se sintió abrumada por un inmenso desaliento. Pero como siempre cuando temía que su fe vacilara, la virgen elevó su pensamiento a Dios, pidiéndole algún grande sacrificio que la revelase el secreto de hacer descender la felicidad donde reinaba el dolor.
Un nombre pronunciado muchas veces con acento feroz, despertó bruscamente a Clemencia de su triste meditación. Miró en torno suyo y se encontró entre un grupo de hombres cuyo aspecto siniestro llamó su atención. Embozábanse en largos ponchos y, armados todos de puñales, guardaban cuidadosamente una puerta. La hija del mazorquero los reconoció. Aquellos hombres eran los compañeros de su padre ; aquella casa era la Intendencia, el sitio consagrado a las ejecuciones secretas, el in pace donde los unitarios entraban para no salir jamás y en cuyas bóvedas el dedo del terror había grabado para ellos la lúgubre inscripción del Dante.


Mientras Clemencia, trémula y palpitante de ansiedad, procuraba, oculta detrás de una columna, escuchar lo que hablaban aquellos hombres, un jinete, montado en un caballo negro y cuya espada de largos tiros chocaba ruidosamente contra el encuentro de la lanza que empuñaba, detuvo con una sofrenada y una maldición la fogosa carrera de su corcel y, acercándose al grupo que custodiaba la puerta :
– Teniente Corbalán – gritó con voz ronca y breve –, toma veinte hombres y ronda el Bajo, mientras yo hago una batida en Barracas. ¡ Por las garras del diablo ¡ Consiento en dejar de ser quien soy si el sol de mañana no encuentra la cabeza de Manuel Pueyrredón clavada en esta lanza.
Y hundiendo las espuelas en los flancos de su caballo, se alejó como un sombrío torbellino.
Clemencia, pálida y helada de espanto, cayó sobre sus rodillas. El hombre que acababa de hacer ese horrible juramento era su padre.
– Corbalán – dijo uno de aquellos bandidos –, llévame contigo... Quiero matar hombres y no guardar mujeres.
– Si Almanegra te hubiera entregado la que está en el calabozo de las Tres Cruces, no te habría pesado guardarla para ti – dijo riendo atrozmente otro de ellos.
– ¡ Ah, viejo tigre ; sorprender a la hermosa que esperaba a su galán, atarla como un cordero al arzón de la silla, traerla bajo el poncho a la Intendencia, encerrarla en el calabozo de las Tres Cruces, donde hay más de cincuenta sepulturas...! ¿Qué pensará hacer de ella?
– ¡ Poca cosa! Matarla en lugar de su marido y matarla con él si logra atraparlo. Clemencia no escuchó más. Alzóse fuerte y resuelta; acercóse con entereza al jefe de los bandidos y, dando a sus ojos la negra mirada de su padre, levantó el velo y le dijo con voz imperiosa:

– Teniente Corbalán, ¿me conocéis?
¡La hija del comandante! – exclamó el mazorquero descubriéndose.
Los bandidos se apartaron respetuosamente y la joven, sin dignarse añadir una palabra, pasó el umbral y se internó en las sombras del fatídico edificio.
En la obscuridad del lóbrego portal que daba entrada al patio de los calabozos, Clemencia divisó un hombre de pie, inmóvil y apoyado en una alabarda. Vestía el uniforme de gendarme y ella le creyó un centinela; pero al acercarse a él se estremeció.
La joven no tuvo para reconocerlo necesidad de ver su rostro que cubría la ancha manga de una gorra de cuartel.
– ¡Desventurado! – murmuró Clemencia al oído de aquel hombre y estrechando su brazo con terror – ¿Qué hacéis aquí? ¿No habéis oído?
– Sí – respondió él cerrándola el paso –. Soy aquel que los asesinos buscan con tan feroz afán. Sus puñales están sobre mi cabeza, pero yo he venido a salvar a mi amada o perecer con ella. Mirad – continuó hiriendo con el pie un objeto sin forma que yacía en tierra –, he matado un centinela, y armado con sus despojos velo aquí para tender a mis pies al primero que atraviese el dintel de esa puerta.
– ¡Manuel Pueyrredón! – dijo Clemencia descubriendo su bello rostro y posando en los ojos del proscrito una mirada inefable –, ¿os acordáis?
– ¡EIla...! – exclamó el unitario –, ¡el ángel que me salvó!... – ¡Tenéis confianza en mi? ¿Me abandonaréis el cuidado de salvar a aquella que buscáis?
– ¡Ah! – respondió él con un transporte que Clemencia reprimió asustada –, por esas solas palabras, hermosa criatura, heme aquí a vuestros pies. Pedid mi sangre..., mi alma..., todo os lo daré.


- Alejaos, pues, de este funesto lugar; trasponed esa puerta fatal, y esperad a vuestra amada donde ella os esperaba poco ha.
– ¡No! Todo... menos alejarme un paso de aquí_
– ¡Oh! ¡Dios mío, quiere perderse!... Pues bien... juradme al menos permanecer inmóvil bajo vuestro disfraz y no atacar a nadie cualquiera que sea que pase por este sitio. – ¡ Duro es hacer esa promesa!... Pero, pues lo queréis, ¡sea! ¡Gracias, gracias!... – exclamó ella estrechando la mano del proscrito, en la que éste sintió caer una lágrima –. Sed feliz, Manuel Pueyrredón..._ ¡Adiós! Y la joven, bajando el velo, se perdió entre las sombras. El unitario oyó a lo lejos un ruido áspero de cerrojos y dijo: – Es la puerta de su calabozo...¡Emilia, Emilia mía!_ Y con la mirada y el oído atento, interrogaba angustiosamente a la noche y al silencio. Y así pasaron con la lentitud de los siglos dos, cinco, diez minutos; y Pueyrredón, en su mortal inquietud, estaba ya próximo a quebrantar el juramento y a correr tras aquella que se lo había impuesto. Al fin allá a lo lejos el blanco velo de Clemencia apareció de repente entre las tinieblas de un lóbrego pasadizo. Pueyrredón la vió venir sola y olvidando su promesa, olvidando su peligro, olvidándolo todo, arrojó una exclamación de dolor y corrió a su encuentro. Pero al llegar a ella dos brazos cariñosos rodearon su cuello y unos labios de fuego ahogaron en los suyos un grito de gozo. – ¡ Silencio, amado mío! – dijo una voz querida al oído del proscrito –. Un milagro me ha salvado. La virgen del Socorro ha descendido a mi calabozo para librarme. Sí. Yo la he reconocido en su celeste belleza y en la melancólica sonrisa de su labio divino. Este es su sagrado velo... El nos protegerá... Huyamos.
Y la mujer encubierta arrastró tras de sí al proscrito.
Cuando los fugitivos llegaban a la puerta vieron avanzar un jinete que, haciendo dar botes a su caballo, entró en el portal y, arrojándose en tierra, desenvainó su puñal y en un silencio feroz se encaminó al patio de los calabozos.
A su vista Pueyrredón sintió estremecerse entre las suyas la mano de su compañera y la oyó murmurar bajo su velo con acento de terror:
– ¡ Almanegra!
Mas luego traspusieron ambos el umbral maldito y respiraron el aura embalsamada de la libertad. Entre tanto Almanegra atravesó el patio y, llegando al calabozo de las Tres Cruces, descorrió los pesados cerrojos y buscó a tientas entre las tinieblas.
Un rayo perdido de la luna menguante deslizándose por la estrecha claraboya de la bóveda, formaba una mancha lívida en el húmedo pavimento, haciendo más densas las tinieblas de aquella espantosa mazmorra. Sin embargo, el ojo ávido del bandido descubrió una forma blanca.
Fuése hacia ella, extendió su mano sangrienta y palpando el cuello de una mujer, hundió en él su puñal, gritando con rabia:
– Delatora de nuestros secretos, cómplice de los infames unitarios, muere en lugar del conspirador que amas, pero sabe antes que ni tus huesos se juntarán con los suyos porque tu sepulcro será el fondo de este calabozo.
Y hablando así, arrojó una espantosa carcajada.
Al sentirse herida de muerte la desventurada llevó las manos a su cuello dividido y conteniendo la sangre que se escapaba a torrentes de la herida:
– ¡Dios mío! – murmuró –, ¡mi sacrificio está consumado; cumplida está la misión que me impuse en este mundo! Haced ahora, Señor, que mi sangre lave esa otra sangre que clama a vos desde la tierra.
Al acento de aquella voz Almanegra sintió romperse el corazón y los cabellos se erizaron sobre su cabeza. Alzóse rápido y, levantando a su víctima, corrió a la claraboya y miró al rayo de la luna su rostro ensangrentado.
– ¡Clemencia! – gritó el asesino con un horrible alarido. – ¡Padre!... ¡pobre padre!... eleva al cielo tus miradas y búscala allí – balbuceó la dulce voz de la joven al exhalar el último aliento.
El bandido cayó desplomado en tierra, arrastrando entre sus brazos el cadáver de su hija degollada...
Pero la sangre de la virgen halló gracia delante de Dios y como un bautismo de redención, hizo descender sobre aquel hombre un rayo de luz divina que lo regeneró.



FIN

El matadero

Echeverría, Esteban ; “El matadero” en Obras Completas de D. Esteban Echeverría , edición de Juan María Gutiérrez, Buenos Aires, Carlos Casavalle Editor, 1870-1874. (extraído de Internet)


A pesar de que la mía es historia, no la empezaré por el arca de Noé y la genealogía de sus ascendientes como acostumbraban hacerlo los antiguos historiadores españoles de América, que deben ser nuestros prototipos. Tengo muchas razones para no seguir ese ejemplo, las que callo por no ser difuso. Diré solamente que los sucesos de mi narración, pasaban por los años de Cristo del 183... Estábamos, a más, en cuaresma, época en que escasea la carne en Buenos Aires, porque la Iglesia, adoptando el precepto de Epicteto, sustine, abstine (sufre, abstente), ordena vigilia y abstinencia a los estómagos de los fieles, a causa de que la carne es pecaminosa, y, como dice el proverbio, busca a la carne. Y como la Iglesia tiene ab initio y por delegación directa de Dios, el imperio inmaterial sobre las conciencias y estómagos, que en manera alguna pertenecen al individuo, nada más justo y racional que vede lo malo.
Los abastecedores, por otra parte, buenos federales, y por lo mismo buenos católicos, sabiendo que el pueblo de Buenos Aires atesora una docilidad singular para someterse a toda especie de mandamiento, sólo traen en días cuaresmales al matadero, los novillos necesarios para el sustento de los niños y de los enfermos dispensados de la abstinencia por la Bula y no con el ánimo de que se harten algunos herejotes, que no faltan, dispuestos siempre a violar las mandamientos carnificinos de la Iglesia, y a contaminar la sociedad con el mal ejemplo.
Sucedió, pues, en aquel tiempo, una lluvia muy copiosa. Los caminos se anegaron; los pantanos se pusieron a nado y las calles de entrada y salida a la ciudad rebosaban en acuoso barro. Una tremenda avenida se precipitó de repente por el Riachuelo de Barracas, y extendió majestuosamente sus turbias aguas hasta el pie de las barrancas del Alto. El Plata creciendo embravecido empujó esas aguas que venían buscando su cauce y las hizo correr hinchadas por sobre campos, terraplenes, arboledas, caseríos, y extenderse como un lago inmenso por todas las bajas tierras. La ciudad circunvalada del Norte al Este por una cintura de agua y barro, y al Sud por un piélago blanquecino en cuya superficie flotaban a la ventura algunos barquichuelos y negreaban las chimeneas y las copas de los árboles, echaba desde sus torres y barrancas atónitas miradas al horizonte como implorando la misericordia del Altísimo. Parecía el amago de un nuevo diluvio. Los beatos y beatas gimoteaban haciendo novenarios y continuas plegarias. Los predicadores atronaban el templo y hacían crujir el púlpito a puñetazos. Es el día del juicio, decían, el fin del mundo está por venir. La cólera divina rebosando se derrama en inundación. ¡Ay de vosotros, pecadores! ¡Ay de vosotros unitarios impíos que os mofáis de la Iglesia, de los santos, y no escucháis con veneración la palabra de los ungidos del Señor! ¡Ah de vosotros si no imploráis misericordia al pie de los altares! Llegará la hora tremenda del vano crujir de dientes y de las frenéticas imprecaciones. Vuestra impiedad, vuestras herejías, vuestras blasfemias, vuestros crímenes horrendos, han traído sobre nuestra tierra las plagas del Señor. La justicia del Dios de la Federación os declarará malditos.
Las pobres mujeres salían sin aliento, anonadadas del templo, echando, como era natural, la culpa de aquella calamidad a los unitarios.
Continuaba, sin embargo, lloviendo a cántaros, y la inundación crecía acreditando el pronóstico de los predicadores. Las campanas comenzaron a tocar rogativas por orden del muy católico Restaurador, quien parece no las tenía todas consigo. Los libertinos, los incrédulos, es decir, los unitarios, empezaron a amedrentarse al ver tanta cara compungida, oír tanta batahola de imprecaciones. Se hablaba ya, como de cosa resuelta, de una procesión en que debía ir toda la población descalza y a cráneo descubierto, acompañando al Altísimo, llevado bajo palio por el obispo, hasta la barranca de Balcarce, donde millares de voces conjurando al demonio unitario de la inundación, debían implorar la misericordia divina.
Feliz, o mejor, desgraciadamente, pues la cosa habría sido de verse, no tuvo efecto la ceremonia, porque bajando el Plata, la inundación se fue poco a poco escurriendo en su inmenso lecho sin necesidad de conjuro ni plegarias.
Lo que hace principalmente a mi historia es que por causa de la inundación estuvo quince días el matadero de la Convalecencia sin ver una sola cabeza vacuna, y que en uno o dos, todos los bueyes de quinteros y aguateros se consumieron en el abasto de la ciudad. Los pobres niños y enfermos se alimentaban con huevos y gallinas, y los gringos y herejotes bramaban por el beefsteak y el asado. La abstinencia de carne era general en el pueblo, que nunca se hizo más digno de la bendición de la Iglesia, y así fue que llovieron sobre él millones y millones de indulgencias plenarias. Las gallinas se pusieron a seis pesos y los huevos a cuatro reales y el pescado carísimo. No hubo en aquellos días cuaresmales promiscuaciones ni excesos de gula; pero en cambio se fueron derecho al cielo innumerables ánimas, y acontecieron cosas que parecen soñadas.
No quedó en el matadero ni un solo ratón vivo de muchos millares que allí tenían albergue. Todos murieron o de hambre o ahogados en sus cuevas por la incesante lluvia. Multitud de negras rebusconas de achuras, como los caranchos de presa, se desbandaron por la ciudad como otras tantas arpías prontas a devorar cuanto hallaran comible. Las gaviotas y los perros, inseparables rivales suyos en el matadero, emigraron en busca de alimento animal. Porción de viejos achacosos cayeron en consunción por falta de nutritivo caldo; pero lo más notable que sucedió fue el fallecimiento casi repentino de unos cuantos gringos herejes que cometieron el desacato de darse un hartazgo de chorizos de Extremadura, jamón y bacalao y se fueron al otro mundo a pagar el pecado cometido por tan abominable promiscuación.
Algunos médicos opinaron que si la carencia de carne continuaba, medio pueblo caería en síncope por estar los estómagos acostumbrados a su corroborante jugo; y era de notar el contraste entre estos tristes pronósticos de la ciencia y los anatemas lanzados desde el púlpito por los reverendos padres contra toda clase de nutrición animal y de promiscuación en aquellos días destinados por la Iglesia al ayuno y 1a penitencia. Se originó de aquí una especie de guerra intestina entre los estómagos y las conciencias, atizada por el inexorable apetito y las no menos inexorables vociferaciones de los ministros de la Iglesia, quienes, como es su deber, no transigen con vicio alguno que tienda a relajar las costumbres católicas: a lo que se agregaba el estado de flatulencia intestinal de los habitantes, producido por el pescado y los porotos y otros alimentos algo indigestos.
Esta guerra se manifestaba por sollozos y gritos descompasados en la peroración de los sermones y por rumores y estruendos subitáneos en las casas y calles de la ciudad o dondequiera concurrían gentes. Alarmóse un tanto el gobierno, tan paternal como previsor, del Restaurador, creyendo aquellos tumultos de origen revolucionario y atribuyéndolos a los mismos salvajes unitarios, cuyas impiedades, según los predicadores federales, habían traído sobre el país la inundación de la cólera divina; tomó activas providencias, desparramó sus esbirros por la población, y por último, bien informado, promulgó un decreto tranquilizador de las conciencias y de los estómagos, encabezado por un considerando muy sabio y piadoso para que a todo trance y arremetiendo por agua y todo, se trajese ganado a los corrales.
En efecto, el decimosexto día de la carestía, víspera del día de Dolores, entró a nado por el paso de Burgos al matadero del Alto una tropa de cincuenta novillos gordos; cosa poca por cierto para una población acostumbrada a consumir diariamente de 250 a 300, y cuya tercera parte al menos gozaría del fuero eclesiástico de alimentarse con carne. ¡Cosa extraña que haya estómagos privilegiados y estómagos sujetos a leyes inviolables y que la Iglesia tenga la llave de los estómagos!
Pero no es extraño, supuesto que el diablo con la carne suele meterse en el cuerpo y que la Iglesia tiene el poder de conjurarlo: el caso es reducir al hombre a una máquina cuyo móvil principal no sea su voluntad sino la de la Iglesia y el gobierno. Quizá llegue el día en que sea prohibido respirar aire libre, pasearse y hasta conversar con un amigo, sin permiso de autoridad competente. Así era, poco más o menos, en los felices tiempos de nuestros beatos abuelos que por desgracia vino a turbar la revolución de Mayo.
Sea como fuere; a la noticia de la providencia gubernativa, los corrales del Alto se llenaron, a pesar del barro, de carniceros, achuradores y curiosos, quienes recibieron con grandes vociferaciones y palmoteos los cincuenta novillos destinados al matadero.
-Chica, pero gorda -exclamaban-. ¡Viva la Federación! ¡Viva el Restaurador!
Porque han de saber los lectores que en aquel tiempo la Federación estaba en todas partes, hasta entre las inmundicias del matadero, y no había fiesta sin Restaurador como no hay sermón sin San Agustín. Cuentan que al oír tan desaforados gritos las últimas ratas que agonizaban de hambre en sus cuevas, se reanimaron y echaron a correr desatentadas conociendo que volvían a aquellos lugares la acostumbrada alegría y la algazara precursora de abundancia.
El primer novillo que se mató fue todo entero de regalo al Restaurador, hombre muy amigo del asado. Una comisión de carniceros marchó a ofrecérselo a nombre de los federales del matadero, manifestándole in voce su agradecimiento por la acertada providencia del gobierno, su adhesión ilimitada al Restaurador y su odio entrañable a los salvajes unitarios, enemigos de Dios y de los hombres. El Restaurador contestó a la arenga, rinforzando sobre el mismo tema y concluyó la ceremonia con los correspondientes vivas y vociferaciones de los espectadores y actores. Es de creer que el Restaurador tuviese permiso especial de su Ilustrísima para no abstenerse de carne, porque siendo tan buen observador de las leyes, tan buen católico y tan acérrimo protector de la religión, no hubiera dado mal ejemplo aceptando semejante regalo en día santo.
Siguió la matanza y en un cuarto de hora cuarenta y nueve novillos se hallaban tendidos en la playa del matadero, desollados unos, los otros por desollar. El espectáculo que ofrecía entonces era animado y pintoresco aunque reunía todo lo horriblemente feo, inmundo y deforme de una pequeña clase proletaria peculiar del Río de la Plata. Pero para que el lector pueda percibirlo a un golpe de ojo preciso es hacer un croquis de la localidad.
El matadero de la Convalecencia o del Alto, sito en las quintas al Sud de la ciudad, es una gran playa en forma rectangular colocada al extremo de dos calles, una de las cuales allí se termina y la otra se prolonga hacia el Este. Esta playa con declive al Sud, está cortada por un zanjón labrado por la corriente de las aguas pluviales en cuyos bordes laterales se muestran innumerables cuevas de ratones y cuyo cauce, recoge en tiempo de lluvia, toda la sangraza seca o reciente del matadero. En la junción del ángulo recto hacia el Oeste está lo que llaman la casilla, edificio bajo, de tres piezas de media agua con corredor al frente que da a la calle y palenque para atar caballos, a cuya espalda se notan varios corrales de palo a pique de ñandubay con sus fornidas puertas para encerrar el ganado.
Estos corrales son en tiempo de invierno un verdadero lodazal en el cual los animales apeñuscados se hunden hasta el encuentro y quedan como pegados y casi sin movimiento. En la casilla se hace la recaudación del impuesto de corrales, se cobran las multas por violación de reglamentos y se sienta el juez del matadero, personaje importante, caudillo de los carniceros y que ejerce la suma del poder en aquella pequeña república por delegación del Restaurador. Fácil es calcular qué clase de hombre se requiere para el desempeño de semejante cargo. La casilla, por otra parte, es un edificio tan ruin y pequeño que nadie lo notaría en los corrales a no estar asociado su nombre al del terrible juez y a no resaltar sobre su blanca pintura los siguientes letreros rojos: "Viva la Federación", "Viva el Restaurador y la heroína doña Encarnación Ezcurra", "Mueran los salvajes unitarios". Letreros muy significativos, símbolo de la fe política y religiosa de la gente del matadero. Pero algunos lectores no sabrán que la tal heroína es la difunta esposa del Restaurador, patrona muy querida de los carniceros, quienes, ya muerta, la veneraban como viva por sus virtudes cristianas y su federal heroísmo en la revolución contra Balcarce. Es el caso que un aniversario de aquella memorable hazaña de la mazorca, los carniceros festejaron con un espléndido banquete en la casilla a la heroína, banquete al que concurrió con su hija y otras señoras federales, y que allí en presencia de un gran concurso ofreció a los señores carniceros en un solemne brindis, su federal patrocinio, por cuyo motivo ellos la proclamaron entusiasmados patrona del matadero, estampando su nombre en las paredes de la casilla donde se estará hasta que lo borre la mano del tiempo.
La perspectiva del matadero a la distancia era grotesca, llena de animación. Cuarenta y nueve reses estaban tendidas sobre sus cueros y cerca de doscientas personas hollaban aquel suelo de lodo regado con la sangre de sus arterias. En torno de cada res resaltaba un grupo de figuras humanas de tez y raza distinta. La figura más prominente de cada grupo era el carnicero con el cuchillo en mano, brazo y pecho desnudos, cabello largo y revuelto, camisa y chiripá y rostro embadurnado de sangre. A sus espaldas se rebullían caracoleando y siguiendo los movimientos, una comparsa de muchachos, de negras y mulatas achuradoras, cuya fealdad trasuntaba las arpías de la fábula, y entremezclados con ellas algunos enormes mastines, olfateaban, gruñían o se daban de tarascones por la presa. Cuarenta y tantas carretas toldadas con negruzco y pelado cuero se escalonaban irregularmente a lo largo de la playa y algunos jinetes con el poncho calado y el lazo prendido al tiento cruzaban por entre ellas al tranco o reclinados sobre el pescuezo de los caballos echaban ojo indolente sobre uno de aquellos animados grupos, al paso que más arriba, en el aire, un enjambre de gaviotas blanquiazules que habían vuelto de la emigración al olor de carne, revoloteaban cubriendo con su disonante graznido todos lo ruidos y voces del matadero y proyectando una sombra clara sobre aquel campo de horrible carnicería. Esto se notaba al principio de la matanza.
Pero a medida que adelantaba, la perspectiva variaba; los grupos se deshacían, venían a formarse tomando diversas actitudes y se desparramaban corriendo como si en el medio de ellos cayese alguna bala perdida o asomase la quijada de algún encolerizado mastín. Esto era, que inter el carnicero en un grupo descuartizaba a golpe de hacha, colgaba en otro los cuartos en los ganchos a su carreta, despellejaba en éste, sacaba el sebo en aquél, de entre la chusma que ojeaba y aguardaba la presa de achura salía de cuando en cuando una mugrienta mano a dar un tarazón con el cuchillo al sebo o a los cuartos de la res, lo que originaba gritos y explosión de cólera del carnicero y el continuo hervidero de los grupos, dichos y gritería descompasada de los muchachos.
-Ahí se mete el sebo en las tetas, la tía -gritaba uno.
-Aquél lo escondió en el alzapón -replicaba la negra.
-Che, negra bruja, salí de aquí antes de que te pegue un tajo -exclamaba el carnicero.
-¿Qué le hago, ño Juan? ¡No sea malo! Yo no quiero sino la panza y las tripas.
-Son para esa bruja: a la m...
-¡A la bruja! ¡A la bruja! -repitieron los muchachos-: ¡Se lleva la riñonada y el tongorí! - Y cayeron sobre su cabeza sendos cuajos de sangre y tremendas pelotas de barro.
Hacia otra parte, entretanto, dos africanas llevaban arrastrando las entrañas de un animal; allá una mulata se alejaba con un ovillo de tripas y resbalando de repente sobre un charco de sangre, caía a plomo, cubriendo con su cuerpo la codiciada presa. Acullá se veían acurrucadas en hilera cuatrocientas negras destejiendo sobre las faldas el ovillo y arrancando uno a uno los sebitos que el avaro cuchillo del carnicero había dejado en la tripa como rezagados, al paso que otras vaciaban panzas y vejigas y las henchían de aire de sus pulmones para depositar en ellas, luego de secas, la achura.
Varios muchachos gambeteando a pie y a caballo se daban de vejigazos o se tiraban bolas de carne, desparramando con ellas y su algazara la nube de gaviotas que columpiándose en el aire celebraban chillando la matanza. Oíanse a menudo a pesar del veto del Restaurador y de la santidad del día, palabras inmundas y obscenas, vociferaciones preñadas de todo el cinismo bestial que caracteriza a la chusma de nuestros mataderos, con las cuales no quiero regalar a los lectores.
De repente caía un bofe sangriento sobre la cabeza de alguno, que de allí pasaba a la de otro, hasta que algún deforme mastín lo hacía buena presa, y una cuadrilla de otros, por si estrujo o no estrujo, armaba una tremenda de gruñidos y mordiscones. Alguna tía vieja salía furiosa en persecución de un muchacho que le había embadurnado el rostro con sangre, y acudiendo a sus gritos y puteadas los compañeros del rapaz, la rodeaban y azuzaban como los perros al toro y llovían sobre ella zoquetes de carne, bolas de estiércol, con groseras carcajadas y gritos frecuentes, hasta que el juez mandaba restablecer el orden y despejar el campo.
Por un lado dos muchachos se adiestraban en el manejo del cuchillo tirándose horrendos tajos y reveses; por otro cuatro ya adolescentes ventilaban a cuchilladas el derecho a una tripa gorda y un mondongo que habían robado a un carnicero; y no de ellos distante, porción de perros flacos ya de la forzosa abstinencia, empleaban el mismo medio para saber quién se llevaría un hígado envuelto en barro. Simulacro en pequeño era éste del modo bárbaro con que se ventilan en nuestro país las cuestiones y los derechos individuales y sociales. En fin, la escena que se representaba en el matadero era para vista, no para escrita.
Un animal había quedado en los corrales de corta y ancha cerviz, de mirar fiero, sobre cuyos órganos genitales no estaban conformes los pareceres porque tenía apariencias de toro y de novillo. Llególe su hora. Dos enlazadores a caballo penetraron al corral en cuyo contorno hervía la chusma a pie, a caballo y horquetada sobre sus ñudosos palos. Formaban en la puerta el más grotesco y sobresaliente grupo varios pialadores y enlazadores de a pie con el brazo desnudo y armado del certero lazo, la cabeza cubierta con un pañuelo punzó y chaleco y chiripá colorado, teniendo a sus espaldas varios jinetes y espectadores de ojo escrutador y anhelante.
El animal prendido ya al lazo por las astas, bramaba echando espuma furibundo y no había demonio que lo hiciera salir del pegajoso barro donde estaba como clavado y era imposible pialarlo. Gritánbanlo, lo azuzaban en vano con las mantas y pañuelos los muchachos prendidos sobre las horquetas del corral, y era de oír la disonante batahola de silbidos, palmadas y voces tiples y roncas que se desprendía de aquella singular orquesta.
Los dicharachos, las exclamaciones chistosas y obscenas rodaban de boca en boca y cada cual hacía alarde espontáneamente de su ingenio y de su agudeza excitado por el espectáculo o picado por el aguijón de alguna lengua locuaz.
-Hi de p... en el toro.
-Al diablo los torunos del Azul.
-Malhaya el tropero que nos da gato por liebre.
-Si es novillo.
-¿No está viendo que es toro viejo?
-Como toro le ha de quedar. ¡Muéstreme los c... si le parece, c...o!
-Ahí los tiene entre las piernas. ¿No los ve, amigo, más grandes que la cabeza de su castaño; ¿o se ha quedado ciego en el camino?
-Su madre sería la ciega, pues que tal hijo ha parido. ¿No ve que todo ese bulto es barro?
-Es emperrado y arisco como un unitario. -Y al oír esta mágica palabra todos a una voz exclamaron-: ¡Mueran los salvajes unitarios!
-Para el tuerto los h...
-Sí, para el tuerto, que es hombre de c... para pelear con los unitarios.
-El matahambre a Matasiete, degollador de unitarios. ¡Viva Matasiete!
-¡A Matasiete el matahambre!
-Allá va -gritó una voz ronca, interrumpiendo aquellos desahogos de la cobardía feroz-. ¡Allá va el toro!
-¡Alerta! ¡Guarda los de la puerta! ¡Allá va furioso como un demonio!
Y en efecto, el animal acosado por los gritos y sobre todo por dos picanas agudas que le espoleaban la cola, sintiendo flojo el lazo, arremetió bufando a la puerta, lanzando a entre ambos lados una rojiza y fosfórica mirada. Dióle el tirón el enlazador sentando su caballo, desprendió el lazo del asta, crujió por el aire un áspero zumbido y al mismo tiempo se vio rodar desde lo alto de una horqueta del corral, como si un golpe de hacha la hubiese dividido a cercén, una cabeza de niño cuyo tronco permaneció inmóvil sobre su caballo de palo, lanzando por cada arteria un largo chorro de sangre.
-Se cortó el lazo -gritaron unos-: ¡allá va el toro!
Pero otros deslumbrados y atónitos guardaron silencio porque todo fue como un relámpago.
Desparramóse un tanto el grupo de la puerta. Una parte se agolpó sobre la cabeza y el cadáver palpitante del muchacho degollado por el lazo, manifestando horror en su atónito semblante, y la otra parte compuesta de jinetes que no vieron la catástrofe se escurrió en distintas direcciones en pos del toro, vociferando y gritando:
-¡Allá va el toro! ¡Atajen! ¡Guarda!
-¡Enlaza, Siete pelos!
-¡Que te agarra, botija!
-¡Va furioso; no se le pongan delante!
-¡Ataja, ataja, morado!
-¡Déle espuela al mancarrón!
-¡Ya se metió en la calle sola!
-¡Que lo ataje el diablo!
El tropel y vocifería era infernal. Unas cuantas negras achuradoras sentadas en hilera al borde del zanjón oyendo el tumulto se acogieron y agazaparon entre las panzas y tripas que desenredaban y devanaban con la paciencia de Penélope, lo que sin duda las salvó, porque el animal lanzó al mirarlas un bufido aterrador, dio un brinco sesgado y siguió adelante perseguido por los jinetes. Cuentan que una de ellas se fue de cámaras; otra rezó diez salves en dos minutos, y dos prometieron a San Benito no volver jamás a aquellos malditos corrales y abandonar el oficio de achuradoras. No se sabe si cumplieron la promesa.
El toro entretanto tomó hacia la ciudad por una larga y angosta calle que parte de la punta más aguda del rectángulo anteriormente descripto, calle encerrada por una zanja y un cerco de tunas, que llaman sola por no tener más de dos casas laterales y en cuyo apozado centro había un profundo pantano que tomaba de zanja a zanja. Cierto inglés, de vuelta de su saladero vadeaba este pantano a la sazón, paso a paso, en un caballo algo arisco, y sin duda iba tan absorto en sus cálculos que no oyó el tropel de jinetes ni la gritería sino cuando el toro arremetía al pantano. Azoróse de repente su caballo dando un brinco al sesgo y echó a correr dejando al pobre hombre hundido media vara en el fango. Este accidente, sin embargo, no detuvo ni refrenó la carrera de los perseguidores del toro, antes al contrario, soltando carcajadas sarcásticas:
-Se amoló el gringo; levántate, gringo -exclamaron, y cruzando el pantano amasando con barro bajo las patas de sus caballos, su miserable cuerpo. Salió el gringo, como pudo, después a la orilla, más con la apariencia de un demonio tostado por las llamas del infierno que un hombre blanco pelirrubio. Más adelante al grito de ¡al toro, al toro! cuatro negras achuradoras que se retiraban con su presa se zambulleron en la zanja llena de agua, único refugio que les quedaba.
El animal, entretanto, después de haber corrido unas veinte cuadras en distintas direcciones azorando con su presencia a todo viviente, se metió por la tranquera de una quinta donde halló su perdición. Aunque cansado, manifestaba bríos y colérico ceño; pero rodeábalo una zanja profunda y un tupido cerco de pitas, y no había escape. Juntáronse luego sus perseguidores que se hallaban desbandados y resolvieron llevarlo en un señuelo de bueyes para que expiase su atentado en el lugar mismo donde lo había cometido.
Una hora después de su fuga el toro estaba otra vez en el Matadero donde la poca chusma que había quedado no hablaba sino de sus fechorías. La aventura del gringo en el pantano excitaba principalmente la risa y el sarcasmo. Del niño degollado por el lazo no quedaba sino un charco de sangre: su cadáver estaba en el cementerio.
Enlazaron muy luego por las astas al animal que brincaba haciendo hincapié y lanzando roncos bramidos. Echáronle, uno, dos, tres piales; pero infructuosos: al cuarto quedó prendido en una pata: su brío y su furia redoblaron; su lengua estirándose convulsiva arrojaba espuma, su nariz humo, sus ojos miradas encendidas.
-¡Desjarreten ese animal! -exclamó una voz imperiosa. Matasiete se tiró al punto del caballo, cortóle el garrón de una cuchillada y gambeteando en torno de él con su enorme daga en mano, se la hundió al cabo hasta el puño en la garganta mostrándola en seguida humeante y roja a los espectadores. Brotó un torrente de la herida, exhaló algunos bramidos roncos, vaciló y cayó el soberbio animal entre los gritos de la chusma que proclamaba a Matasiete vencedor y le adjudicaba en premio el matambre. Matasiete extendió, como orgulloso, por segunda vez el brazo y el cuchillo ensangrentado y se agachó a desollarlo con otros compañeros.
Faltaba que resolver la duda sobre los órganos genitales del muerto, clasificado provisoriamente de toro por su indomable fiereza; pero estaban todos tan fatigados de la larga tarea que la echaron por lo pronto en olvido. Mas de repente una voz ruda exclamó:
-¡Aquí están los huevos! -Y sacando de la barriga del animal y mostrándolos a los espectadores, dos enormes testículos, signo inequívoco de su dignidad de toro. La risa y la charla fue grande; todos los incidentes desgraciados pudieron fácilmente explicarse. Un toro en el Matadero era cosa muy rara, y aún vedada. Aquél, según reglas de buena policía debió arrojarse a los perros; pero había tanta escasez de carne y tantos hambrientos en la población, que el señor Juez tuvo a bien hacer ojo lerdo.
En dos por tres estuvo desollado, descuartizado y colgado en la carreta el maldito toro. Matasiete colocó el matambre bajo el pellón de su recado y se preparaba a partir. La matanza estaba concluida a las doce, y la poca chusma que había presenciado hasta el fin, se retiraba en grupos de a pie y de a caballo, o tirando a la cincha algunas carretas cargadas de carne.
Mas de repente la ronca voz de un carnicero gritó:
-¡Allí viene un unitario! -y al oír tan significativa palabra toda aquella chusma se detuvo como herida de una impresión subitánea.
-¿No le ven la patilla en forma de U? No trae divisa en el fraque ni luto en el sombrero.
-Perro unitario.
-Es un cajetilla.
-Monta en silla como los gringos.
-La mazorca con él
-¡La tijera!
-Es preciso sobarlo.
-Trae pistoleras por pintar.
-Todos estos cajetillas unitarios son pintores como el diablo.
-¿A que no te le animás, Matasiete?
-¿A qué no?
-A que sí.
Matasiete era hombre de pocas palabras y de mucha acción. Tratándose de violencia, de agilidad, de destreza en el hacha, el cuchillo o el caballo, no hablaba y obraba. Lo habían picado: prendió la espuela a su caballo y se lanzó a brida suelta al encuentro del unitario.
Era éste un joven como de veinticinco años de gallarda y bien apuesta persona que mientras salían en borbotón de aquellas desaforadas bocas las anteriores exclamaciones trotaba hacia Barracas, muy ajeno de temer peligro alguno. Notando empero, las significativas miradas de aquel grupo de dogos de matadero, echa maquinalmente la diestra sobre las pistoleras de su silla inglesa, cuando una pechada al sesgo del caballo de Matasiete lo arroja de los lomos del suyo tendiéndolo a la distancia boca arriba y sin movimiento alguno.
-¡Viva Matasiete! -exclamó toda aquella chusma cayendo en tropel sobre la víctima como los caranchos rapaces sobre la osamenta de un buey devorado por el tigre.
Atolondrado todavía el joven, fue lanzando una mirada de fuego sobre aquellos hombres feroces, hacia su caballo que permanecía inmóvil no muy distante a buscar en sus pistolas el desagravio y la venganza. Matasiete dando un salto le salió al encuentro y con fornido brazo asiéndolo de la corbata lo tendió en el suelo tirando al mismo tiempo la daga de la cintura y llevándola a su garganta.
Una tremenda carcajada y un nuevo viva estentóreo volvió a vitorearlo.
¡Qué nobleza de alma! ¡Qué bravura en los federales! siempre en pandillas cayendo como buitres sobre la víctima inerte.
-Degüéllalo, Matasiete: quiso sacar las pistolas. Degüéllalo como al toro.
-Pícaro unitario. Es preciso tusarlo.
-Tiene buen pescuezo para el violín.
-Tocale el violín
-Mejor es la resbalosa.
-Probemos, dijo Matasiete y empezó sonriendo a pasar el filo de su daga por la garganta del caído, mientras con la rodilla izquierda le comprimía el pecho y con la siniestra mano le sujetaba por los cabellos.
-No, no lo degüellen -exclamó de lejos la voz imponente del Juez del Matadero que se acercaba a caballo.
-A la casilla con él, a la casilla. Preparen la mazorca y las tijeras. ¡Mueran los salvajes unitarios! ¡Viva el Restaurador de las leyes!
-¡Viva Matasiete!
-¡Mueran! ¡Vivan! -repitieron en coro los espectadores y atándolo codo con codo, entre moquetes y tirones, entre vociferaciones e injurias, arrastraron al infeliz joven al banco del tormento como los sayones al Cristo.
La sala de la casilla tenía en su centro una grande y fornida mesa de la cual no salían los vasos de bebida y los naipes sino para dar lugar a las ejecuciones y torturas de los sayones federales del Matadero. Notábase además en un rincón otra mesa chica con recado de escribir y un cuaderno de apuntes y porción de sillas entre las que resaltaba un sillón de brazos destinado para el Juez. Un hombre, soldado en apariencia, sentado en una de ellas cantaba al son de la guitarra la resbalosa, tonada de inmensa popularidad entre los federales, cuando la chusma llegando en tropel al corredor de la casilla lanzó a empellones al joven unitario hacia el centro de la sala.
-A ti te toca la resbalosa -gritó uno.
-Encomienda tu alma al diablo.
-Está furioso como toro montaraz.
-Ya le amansará el palo.
-Es preciso sobarlo.
-Por ahora verga y tijera.
-Si no, la vela.
-Mejor será la mazorca.
-Silencio y sentarse -exclamó el Juez dejándose caer sobre su sillón. Todos obedecieron, mientras el joven de pie encarando al juez exclamó con voz preñada de indignación.
-Infames sayones, ¿qué intentan hacer de mí?
-¡Calma! -dijo sonriendo el juez-; no hay que encolerizarse. Ya lo verás.
El joven, en efecto, estaba fuera de sí de cólera. Todo su cuerpo parecía estar en convulsión. Su pálido y amoratado rostro, su voz, su labio trémulo, mostraban el movimiento convulsivo de su corazón, la agitación de sus nervios. Sus ojos de fuego parecían salirse de la órbita, su negro y lacio cabello se levantaba erizado. Su cuello desnudo y la pechera de su camisa dejaban entrever el latido violento de sus arterias y la respiración anhelante de sus pulmones.
-¿Tiemblas? -le dijo el juez.
-De rabia porque no puedo sofocarte entre mis brazos.
-¿Tendrías fuerza y valor para eso?
-Tengo de sobra voluntad y coraje para ti, infame.
-A ver las tijeras de tusar mi caballo: túsenlo a la federala.
Dos hombres le asieron, uno de la ligadura del brazo, otro de la cabeza y en un minuto cortáronle la patilla que poblaba toda su barba por bajo, con risa estrepitosa de sus espectadores.
-A ver -dijo el Juez-, un vaso de agua para que se refresque.
-Uno de hiel te haría yo beber, infame.
Un negro petiso púsosele al punto delante con un vaso de agua en la mano. Dióle el joven un puntapié en el brazo y el vaso fue a estrellarse en el techo salpicando el asombrado rostro de los espectadores.
-Este es incorregible.
-Ya lo domaremos.
-Silencio -dijo el juez-, ya estás afeitado a la federala, sólo te falta el bigote. Cuidado con olvidarlo. Ahora vamos a cuentas. ¿Por qué no traes divisa?
-Porque no quiero.
-¿No sabes que lo manda el Restaurador?
-La librea es para vosotros esclavos, no para los hombres libres.
-A los libres se les hace llevar a la fuerza.
-Sí, la fuerza y la violencia bestial. Esas son vuestras armas; infames. El lobo, el tigre, la pantera también son fuertes como vosotros. Deberíais andar como ellas en cuatro patas.
-¿No temes que el tigre te despedace?
-Lo prefiero a que maniatado me arranquen como el cuervo, una a una las entrañas.
-¿Por qué no llevas luto en el sombrero por la heroína?
-Porque lo llevo en el corazón por la Patria, ¡por la Patria que vosotros habéis asesinado, infames!
-¿No sabes que así lo dispuso el Restaurador?
-Lo dispusísteis vosotros, esclavos, para lisonjear el orgullo de vuestro señor y tributarle vasallaje infame.
-¡Insolente! Te has embravecido mucho. Te haré cortar la lengua si chistas.
-Abajo los calzones a ese mentecato cajetilla y a nalga pelada dénle verga, bien atado sobre la mesa.
Apenas articuló esto el Juez, cuatro sayones salpicados de sangre, suspendieron al joven y lo tendieron largo a largo sobre la mesa comprimiéndole todos sus miembros.
-Primero degollarme que desnudarme; infame canalla.
Atáronle un pañuelo a la boca y empezaron a tironear sus vestidos. Encogíase el joven, pateaba, hacía rechinar los dientes. Tomaban ora sus miembros la flexibilidad del junco, ora la dureza del fierro y su espina dorsal era el eje de movimiento parecido al de la serpiente. Gotas de sudor fluían por su rostro grandes como perlas; echaban fuego sus pupilas, su boca espuma, y las venas de su cuello y frente negreaban en relieve sobre su blanco cutis como si estuvieran repletas de sangre.
-Atenlo primero -exclamó el Juez.
-Está rugiendo de rabia -articuló un sayón.
En un momento liaron sus piernas en ángulo a los cuatro pies de la mesa volcando su cuerpo boca abajo. Era preciso hacer igual operación con las manos, para lo cual soltaron las ataduras que las comprimían en la espalda. Sintiéndolas libres el joven, por un movimiento brusco en el cual pareció agotarse toda su fuerza y vitalidad, se incorporó primero sobre sus brazos, después sobre sus rodillas y se desplomó al momento murmurando:
-Primero degollarme que desnudarme, infame, canalla.
Sus fuerzas se habían agotado. Inmediatamente quedó atado en cruz y empezaron la obra de desnudarlo. Entonces un torrente de sangre brotó borbolloneando de la boca y las narices del joven, y extendiéndose empezó a caer a chorros por entrambos lados de la mesa. Los sayones quedaron inmóviles y los espectadores estupefactos.
-Reventó de rabia el salvaje unitario -dijo uno.
-Tenía un río de sangre en las venas -articuló otro.
-Pobre diablo: queríamos únicamente divertirnos con él y tomó la cosa demasiado a lo serio -exclamó el Juez frunciendo el ceño de tigre-. Es preciso dar parte, desátenlo y vamos.
Verificaron la orden; echaron llave a la puerta y en un momento se escurrió la chusma en pos del caballo del Juez cabizbajo y taciturno.
Los federales habían dado fin a una de sus innumerables proezas.
En aquel tiempo los carniceros degolladores del Matadero eran los apóstoles que propagaban a verga y puñal la federación rosina, y no es difícil imaginarse qué federación saldría de sus cabezas y cuchillas. Llamaban ellos salvaje unitario, conforme a la jerga inventada por el Restaurador, patrón de la cofradía, a todo el que no era degollador, carnicero, ni salvaje, ni ladrón; a todo hombre decente y de corazón bien puesto, a todo patriota ilustrado amigo de las luces y de la libertad; y por el suceso anterior puede verse a las claras que el foco de la federación estaba en el Matadero.

Fin

jueves, 23 de octubre de 2008

JULIO CORTÁZAR- CONTINUIDAD DE LOS PARQUES

Continuidad de los parques





Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restallaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano. la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.

JULIO CORTÁZAR - REUNIÓN

Nada podía andar peor, pero al menos ya no estábamos en la maldita lancha, entre vómitos y golpes de mar y pedazos de galleta mojada, entre ametralladoras y babas, hechos un asco, consolándonos cuando podíamos con el poco tabaco que se conservaba seco porque Luis (que no se llamaba Luis, pero habíamos jurado no acordamos de nuestros nombres hasta que llegara el día) había tenido la buena idea de meterlo en una caja de lata que abríamos con más cuidado que si estuviera llena de escorpiones. Pero qué tabaco ni tra-gos de ron en esa condenada lancha, bamboleándose cinco días como una tortuga borracha, haciéndole frente a un norte que la cacheteaba sin lástima, y ola va y ola viene, los baldes despellejándonos las manos, yo con un asma del demonio y medio mundo enfermo, doblándose para vomitar con si fueran a partirse por la mitad. Hasta Luis, la segunda noche, una bilis verde que le sacó a las ganas de reírse, entre eso y el norte que no nos dejaba ver el faro de Cabo Cruz, un desastre que nadie se había imaginado; y llamarle a eso una expedición de desembarco era como para seguir vomitando pero de pura tristeza. En fin, cualquier cosa con tal de dejar atrás la lancha, cualquier cosa aunque fuera lo que nos esperaba en tierra -pero sabíamos que nos estaba esperando y por eso no importaba tanto-, el tiempo que se compone justamente en el peor momento y zas la avioneta de reconocimiento, nada que hacerle, a vadear la ciénaga o lo que fuera con el agua hasta las costillas buscando el abrigo de los sucios pastizales de los mangles yo como un idiota con mi pulverizador de adrenalina para poder seguir adelante, con Roberto que me llevaba el Springfield para ayudarme a vadear mejor la ciénaga (si era una ciénaga, porque a muchos ya se nos había ocurrido que a lo mejor habíamos errado el rumbo y que en vez de tierra firme habíamos hecho la estupidez de largarnos en algún cayo fangoso dentro del mar, a veinte millas de la isla...); y todo así, mal pensado y peor dicho, en una continua confusión de actos y nociones, una mezcla de alegría inexplicable y de rabia contra la maldita vida que nos estaban dando los aviones y lo que nos esperaba del lado de la carretera si llegábamos alguna vez, si estábamos en una ciénaga de la costa y no dando vueltas como alelados en un circo de barro y de total fracaso para diversión del babuino en su Palacio.
Ya nadie se acuerda cuánto duró, el tiempo lo medíamos por los claros entre los pastizales, los tramos donde podían ametrallarnos en picada, el alarido que escuché a mi izquierda, lejos, y creo fue de Roque (a él le puedo dar su nombre, a su pobre esqueleto entre las lianas y los sapos), porque de los planes ya no quedaban más que la meta final, llegar a la Sierra y reunirnos con Luis si también él conseguía llegar; el resto se había hecho trizas con el norte, el desembarco improvisado, los pantanos. Pero searnos justos: algo se cum-plía sincronizadamente, el ataque de los aviones enemigos. Había sido previsto y provocado; no falló. Y por eso, aunque todavía me doliera en la cara el aullido de Roque, mi maligna manera de entender el mundo me ayudaba a reírme por lo bajo (y me ahogaba todavía más, y Roberto me llevaba el Springfield para que yo pudiese inhalar adrenalina con la nariz casi al borde del agua tragando más barro que otra cosa), porque si los aviones estaban ahí entonces no podía ser que hubiéramos equivocado la playa, o lo sumo nos habíamos desviado algunas millas, pero la carretera estaría detrás de los pastizales, y después el llano abierto y en el norte las primeras colinas. Tenía su gracia que el enemigo nos estuviera certificando desde el aire la bondad del desembarco.
Duró vaya a saber cuánto, y después fue de noche y éramos seis debajo de unos flacos árboles, por primera vez en terreno casi seco, mascando tabaco húmedo y unas pobres galletas. De Luis, de Pablo, de Lucas, ninguna noticia; desperdigados, probablemente muertos, en todo caso tan perdidos y mojados como nosotros. Pero me gustaba sentir cómo con el fin de esa jornada de batracio se me empezaban a ordenar las ideas, y cómo la muerte, más probable que nunca, no sería ya un balazo al azar en plena ciénaga, sino una operación dialéctica en seco, perfectamente orquestada por las partes en juego. El ejército debía controlar la carretera, cercando los pantanos ala espera de que apareciéramos de a dos o de a tres, liquidados por el barro y las alimañas y el hambre. Ahora todo se veía clarísimo, tenía otra vez los puntos cardinales en el bolsillo me hacía reír sentirme tan vivo y tan despierto al borde del epílogo. Nada podía resultarme más gracioso que hacer rabiar a Roberto recitándole al oído unos versos del Viejo Paricho que le parecían abominables. “Si por lo menos nos pudiéramos sacar el barro”, se quejaba el Teniente. “O fumar de verdad” (alguien, más a la izquierda, ya no sé quién, alguien que se perdió al alba). Organización de la agonía: centinelas, dormir por turnos, mascar tabaco, chupar galletas infladas como esponjas. Nadie mencionaba a Luis, el temor de que lo hubieran matado era el único enemigo real, porque su confirmación nos anularía mucho más que el acoso, la falta de armas o las llagas en los pies. Sé que dormi, un rato mientras Roberto velaba, pero antes estuve pensando que todo lo que habíamos hecho en esos días era demasiado insensato para admitirse así de golpe la posibilidad de que hubieran matado a Luis. De alguna manera la insensatez tendría que continuar hasta el final, que quizá fuera la victoria, y en ese juego absurdo donde se había llegado hasta el escándalo de prevenir al enemigo que desembarcaríamos, no entraba la posibilidad de perder a Luis.
Creo que también pensé que si triunfábamos, que si conseguíamos reunimos otra vez con Luis, sólo entonces empezaría el juego en serio, el rescate de tanto romanticismo necesario y desenfrenado y peligroso. Antes de dormirme tuve como una visión: Luis junto a un árbol, rodeado por todos nosotros, se llevaba lentamente la mano a la cara y se la quitaba como si fuese una máscara. Con la cara en la mano se acercaba a su hermano Pablo, a mí, al Teniente, a Roque, pidiéndonos con un gesto que la aceptáramos, que nos la pusiéramos. Pero todos se iban negando uno a uno, y yo también me negué, sonriendo hasta las lágrimas, y entonces Luis volvió a ponerse la cara y le vi un cansancio infinito mientras se encogía de hombros y sacaba un cigarro del bolsillo de la guayabera. Profesionalmente hablando, una alucinación de la duerme vela y la fiebre, fácilmente interpretable. Pero si realmente habían matado a Luis durante el desembarco, ¿quién subiría ahora a la Sierra con su cara? Todos trataríamos de subir pero nadie con la cara de Luis, nadie que pudiera o quisiera asumir la cara de Luis. “Los diadocos”, pensé ya entredormido. “Pero todo se fue al diablo con los diadocos, es sabido”.
Aunque esto que cuento pasó hace rato, quedan pedazos y momentos tan recortados en la memoria que sólo se pueden decir en presente, como estar tirado otra vez boca arri-ba en el pastizal, junto al árbol que nos protege del cielo abierto. Es la tercera noche, pero al amanecer de ese día franquearnos la carretera a pesar de los jeep y la metralla. Ahora hay que esperar otro amanecer porque nos han matado al baqueano y seguimos perdidos, habrá que dar con algún paisano que nos lleve a donde se pueda comprar algo de comer, y cuando digo comprar casi me da risa y me ahogo de nuevo, pero en eso como en lo demás a nadie se le ocurriría desobedecer a Luis, y la comida hay que pagarla y explicarle antes a la gente quiénes somos y por qué andamos en lo que andamos. La cara de Roberto en la choza abandonada de la loma, dejando cinco pesos debajo de un plato a cambio de la poca cosa que encontramos y que sabía a cielo, acomida en el Ritz si es que ahí se come bien. Tengo tanta fiebre que se me va pasando el asma, no hay mal que por bien no venga, pero pienso de nuevo en la cara de Roberto dejando los cinco pesos en la choza vacía, y me da un tal ataque de risa que vuelvo a ahogarme y me maldigo. Habría que dormir, Tinti monta la guardia, los muchachos descansan unos contra otros yo me he ido un poco más lejos porque tengo la impresión de que los fastidio con la tos y los silbidos del pecho, y además hago una cosa que no debería hacer, y es que dos o tres veces en la noche fabrico una pantalla de hojas y meto la cara por debajo y enciendo despacito el cigarro para reconciliarme un poco con la vida.
En el fondo lo único bueno del día ha sido no tener noticias de Luis, el resto es un desastre, de los ochenta nos han matado por lo menos a cincuenta o sesenta; Javier cayó entre los primeros, el Peruano perdió un ojo y agonizó tres horas sin que yo pudiera hacer nada, ni siquiera rematarlo cuando los otros no miraban. Todo el día temimos que algún enlace (hubo tres con un riesgo increíble, en las mismas narices del ejército) nos trajera la noticia de la muerte de Luis. Al final es mejor no saber nada, imaginarlo vivo, poder esperar todavía. Fríamente peso las posibilidades y concluyo que lo han matado, todos sabemos cómo es, de qué manera el gran condenado es capaz de salir al descubierto con una pistola en la mano, y el que venga atrás que arree. No, pero López lo habrá cuidado, no hay como él para engañarlo a veces, casi como a un chico, convencerlo de que tiene que hacer lo contrario de lo que le da la gana en ese momento. Pero y si López...
Inútil quemarse la sangre, no hay elementos para la menor hipótesis, y además es rara esta calma, este bienestar boca arriba como si todo estuviera bien así, como si todo se estuviera cumpliendo (casi pensé: “consumando”, hubiera sido idiota) de conformidad con los planes. Será la fiebre o el cansancio, será que nos van a liquidar a todos como a sapos antes de que salga el sol. Pero ahora vale la pena aprovechar de este respiro absurdo, dejarse ir mirando el dibujo que hacen las ramas de árbol contra el cielo más claro, con algunas estrellas, siguiendo con ojos entornados ese dibujo casual de las ramas y las hojas, esos ritmos que se encuentran, se cabalgan y se separan, y a veces cambian suavemente cuando una bocanada de aire hirviendo pasa por encima de las copas, viniendo de las ciénagas. Pienso en mi hijo pero está lejos, a miles de kilómetros, en un país donde todavía se duerme en la cama, y su imagen me parece irreal, se me adelgaza y pierde entre las hojas del árbol, y en cambio me hace tanto bien recordar un tema de Mozart que me ha acompañado desde siempre, el movimiento inicial del cuarteto La caza, la evocación del alalí en la mansa voz de los violines, esa transposición de una ceremonia salvaje a un claro goce pensativo. Lo pienso, lo repito, lo canturreo en la memoria, y siento al mismo tiempo cómo la melodía y el dibujo de la copa del árbol contra el cielo se van acercando, traban amistad, se tantean una y otra vez hasta que el dibujo se ordena de pronto en la presencia visible de la melodía, un ritmo que sale de una rama baja, casi a la altura de mi cabeza, remonta hasta cierta altura y se abre como un abanico de tallos, mientras el segundo violín es esa rama más delgada que se yuxtapone para confundir sus hojas en un punto situado a la derecha, hacia el final de la frase, y dejarla terminar para que el ojo descienda por el tronco y pueda, si quiere, repetir la melodía. Y todo eso es también nuestra rebelión, es lo que estamos haciendo aunque Mozart y el árbol no puedan saberlo, también nosotras a nuestra manera hemos querido trasponer una torpe guerra a un orden que le dé sentido, la justifique y en último término la lleve a tina victoria que sea como la restitución de una melodía después de tantos años de roncos cuernos de caza, que sea ese allegro final que sucede al adagio como un encuentro con la luz. Lo que se divertiría Luis si supiera que en este momento lo estoy comparando con Mozart, viéndolo ordenar poco a poco esta insensatez, alzarla hasta su razón primordial que aniquila con su evidencia y su desmesura todas las prudentes razones temporales. Pero qué amarga, qué desesperada tarea la de ser un músico de hombres, por encima del barro y la metralla y el desaliento urdir ese canto que creíamos imposible, el canto que trabará amistad con la copa de los árboles, con la tierra devuelta a sus hijos. Sí, es la fiebre. Y cómo se reiría Luis aunque también a él le guste Mozart, me consta.
Y así al final me quedaré dormido, pero antes alcanzaré a preguntarme si algún día sabremos pasar del movimiento donde todavía suena el halalí del cazador, a la conquistada plenitud del adagio y de ahí al allegro final que me canturreo con un hilo de voz, si seremos capaces de alcanzar la reconciliación con todo lo que haya quedado vivo frente a nosotros. Tendríamos que ser como Luis, no ya seguirlo sino ser como él, dejar atrás inapelablemente el odio y la venganza, mirar al enemigo como lo mira Luis, con una implacable magnanimidad que tantas veces ha suscitado en mi memoria (pero esto, ¿cómo decírselo a nadie?) una imagen de pantocrátor, un juez que empieza por ser el acusado y el testigo y que no juzga, que simplemente separa las tierras de las aguas para que al fin, alguna vez, nazca una patria de hombres en un amanecer tembloroso, a orillas de un tiempo más limpio.
Pero otra que adagio, si con la primera luz se nos vinieron encima por todas partes, y hubo que renunciar a seguir hacia el noreste y meterse en una zona mal conocida, gastando las últimas municiones mientras el Teniente con un compañero se hacía fuerte en una loma y desde ahí les paraba un rato las patas, dándonos tiempo a Roberto y a mí para llevarnos a Tinti herido en un muslo y buscar otra altura más protegida donde resistir hasta la noche. De noche ellos no atacaban nunca, aunque tuvieran bengalas y equipos eléctricos, les entraba como un pavor de sentirse menos protegidos por el número y el derroche de armas; pero para la noche faltaba casi todo el día, y éramos apenas cinco contra esos muchachos tan valientes que nos hostigaban para quedar bien con el babuino, sin contar los aviones que a cada rato picaban en los claros del monte y estropeaban cantidad de palmas con sus ráfagas.
A la media hora el Teniente cesó el fuego y pudo reunirse con nosotros, que apenas adelantábamos camino. Como nadie pensaba en abandonar a Tinti, porque conocíamos de sobra el destino de los prisioneros, pensamos que ahí, en esa ladera y en esos matorrales íbamos a quemar los últimos cartuchos. Fue divertido descubrir que los regulares atacaban en cambio una loma bastante más al este, engañados por un error de la aviación, y ahí nomás nos largamos cerro arriba por un sendero infernal, hasta llegar en dos horas a una loma casi pelada donde un compañero tuvo el ojo de descubrir una cueva tapada por las hierbas, y nos plantamos resollando después de calcular una posible retirada directamente hacia el norte, de peñasco en peñasco, peligrosa, pero hacia el norte, hacia la Sierra donde a lo mejor ya habría llegado Luis.
Mientras yo curaba a Tinti desmayado, el Teniente me dijo que poco antes del ataque de los regulares al amanecer había oído un fuego de armas automáticas y de pistolas hacia el poniente. Podía ser Pablo con sus muchachos, o a lo mejor el mismo Luis. Teníamos la razonable convicción de que los sobrevivientes estábamos divididos en tres grupos, y quizá el de Pablo no anduviera tan lejos. El Teniente me preguntó si no valdría la pena intentar un enlace al caer la noche.
—Si vos me preguntás eso es porque te estás ofreciendo para ir —le dije. Habíamos acostado a Tinti en una cama de hierbas secas, en la parte más fresca de la cueva, y fumábamos descansando. Los otros dos compañeros montaban guardia afuera.
—Te figuras —dijo el Teniente, mirándome divertido—. A mí estos paseos me encantan, chico.
Así seguimos un rato, cambiando bromas con Tinti que empezaba a delirar, y cuando el Teniente estaba por irse entró Roberto con un serrano y un cuarto de chivito asado. No lo podíamos creer, comimos como quien se come a un fantasma, hasta Tinti mordisqueó un pedazo que se le fue a las dos horas junto con la vida. El serrano nos traía la noticia de la muerte de Luis; no dejamos de comer por eso, pero era mucha sal para tan poca carne, él no lo había visto aunque su hijo mayor, que también se nos había pegado con una vieja escopeta de caza, formaba parte del grupo que había ayudado a Luis y a cinco compañeros a vadear un río bajo la metralla, y estaba seguro de que Luis había sido herido casi al salir del agua y antes de que pudiera ganar las primeras matas. Los serranos habían trepado al monte que conocían congo nadie, y con ellos dos hombres del grupo de Luis, que llegarían por la noche con las armas sobrantes y un poco de parque.
El Teniente encendió otro cigarro y salió a organizar el campamento y a conocer mejor a los nuevos; yo me quedé al lado de Tinti que se derrumbaba lentamente, casi sin dolor. Es decir que Luis había muerto, que el chivito estaba para chuparse los dedos, que esa noche seríamos nueve o diez hombres y que tendríamos municiones para seguir peleando. Vaya novedades. Era como tina especie de locura fría que por un lado reforzaba al presente con hombres y alimentos, pero todo eso para borrar de un manotazo el futuro, la razón de esa insensatez que acababa de culminar con una noticia y un gusto a chivito asado. En la oscuridad de la cueva, haciendo durar largo mi cigarro, sentí que en ese momento no podía permitirme el lujo de aceptar la muerte de Luis, que solamente podía manejarla como un dato más dentro del plan de campaña, porque si también Pablo había muerto el jefe era yo por voluntad de Luis, y eso lo sabían el Teniente y todos los compañeros, y no se podía hacer otra cosa que tomar el mando y llegar a la Sierra y seguir adelante como si no hubiera pasado nada. Creo que cerré los ojos, y el recuerdo de mi visión fue otra vez la visión misma, y por un segundo me pareció que Luis se separaba de su cara y me la tendía, y yo defendí mi cara con las dos manos diciendo: “No, no, por favor no, Luis”, y cuando abrí los ojos el Teniente estaba de vuelta mirando a Tinti que respiraba resollando, y le oí decir que acababan de agregársenos dos muchachos del monte, una buena noticia tras otra, parque y boniatos fritos, un botiquín, los regulares perdidos en las colinas del este, un manantial estupendo a cincuenta metros. Pero no me miraba en los ojos, mascaba el cigarro y parecía esperar que yo dijera algo, que fuera yo el primero en volver a mencionar a Luis.
Después hay como un hueco confuso, la sangre se fue de Tinti y él de nosotros, los serranos se ofrecieron para enterrarlo, yo me quedé en la cueva descansando aunque olía a vómito y a sudor frío, y curiosamente me dio por pensar en mi mejor amigo de otros tiempos, de antes de esa cesura en mi vida que me había arrancado a mi país para lanzarme a miles de kilómetros, a Luis, al desembarco en la isla, a esa cueva. Calculando la diferencia de hora imaginé que en ese momento, miércoles, estaría llegando a su consultorio, colgando el sombrero en la percha, echando una ojeada al correo. No era una alucinación, me bastaba pensar en esos años en que habíamos vivido tan cerca uno de otro en la ciudad, compartiendo la política, las mujeres y los libros, encontrándonos diariamente en el hospital; cada uno de sus gestos me era tan familiar, y esos gestos no eran solamente los suyos sino que abarcan todo mi mundo de entonces, a mí mismo, a mi mujer, a mi padre, abarcaban mi periódico con sus editoriales inflados, mi café a mediodía con los médicos de guardia, mis lecturas y mis películas y mis ideales. Me pregunté qué estaría pensando mi amigo de todo esto, de Luis o de mí, y fue como si viera dibujarse la respuesta en su cara (pero entonces era la fiebre, habría que tomar quinina), una cara pagada de sí misma, empastada por la buena vida y las buenas ediciones y la eficacia del bisturí acreditado. Ni siquiera hacía falta que abriera la boca para decirme yo pienso que tu revolución no es más que... No era en absoluto necesario, tenía que ser así, esas gentes no podían aceptar una mutación que ponía en descubierto las verdaderas razones de su misericordia fácil y a horario, de su caridad reglamentada y a escote, de su bonhomía entre iguales, de su antirracismo ele salón pero cómo la nena se va a casar con ese mulato, che, de su catolicismo con dividendo anual y efemérides en las plazas embanderadas, de su literatura de tapioca, de su folklorismo en ejemplares numerados y mate con virola de plata, de sus reuniones de cancilleres genuflexos, de su estúpida agonía inevitable a corto o largo plazo (quinina, quinina, y de nuevo el asma). Pobre amigo, me daba lástima imaginarlo defendiendo como un idiota precisamente los falsos valores que iban a acabar con él o en el mejor de los casos con sus hijos; defendiendo el derecho feudal a la propiedad y a la riqueza ilimitadas, él que no tenía más que su consultorio y una casa bien puesta, defendiendo los principios de la Iglesia cuando el catolicismo burgués de su mujer no había servido más que para obligarlo a buscar consuelo en las amantes, defendiendo una supuesta libertad individual cuando la policía cerraba las universidades y censuraba las publicaciones, y defendiendo por miedo, por el horror al cambio, por el escepticismo y la desconfianza que eran los únicos dioses vivos en su pobre país perdido. Y en eso estaba cuando entró el Teniente a la carrera y me gritó que Luis vivía, que acababan de cerrar un enlace con el norte, que Luis estaba más vivo que la madre de la chingada, que había llegado a lo alto de la Sierra con cincuenta guajiros y todas las armas que les habían sacado a un batallón de regulares copado en una hondonada, y nos abrazamos como idiotas y dijimos esas cosas que después, por largo rato, dan rabia y vergüenza y perfume, porque eso y comer chivito asado y echar para adelante era lo único que tenía sentido, lo único que contaba y crecía mientras no nos animábamos a mirarnos en los ojos y encendíamos cigarros con el mismo tizón, con los ojos clavados atentamente en el tizón y secándonos las lágrimas que el humo nos arrancaba de acuerdo con sus conocidas propiedades lacrimógenas.
Ya no hay mucho que contar, al amanecer uno de nuestros serranos llevó al Teniente y a Roberto hasta donde estaban Pablo y tres compañeros, y el Teniente subió a Pablo en brazos porque tenía los pies destrozados por las ciénagas. Ya éramos veinte, me acuerdo de Pablo abrazándome con su manera rápida y expeditiva, y diciéndome sin sacarse el cigarrillo de la boca: “Si Luis está vivo, todavía podemos vencer”, y yo vendándole los pies que era una belleza, y los muchachos tomándole el pelo porque parecía que estrenaba zapatos blancos y diciéndole que su hermano lo iba a regañar por ese lujo intempestivo. “Que me regañe”, bromeaba Pablo fumando como un loco, “para regañar a alguien hay que estar vivo, compañero, y ya oíste que está vivo, vivito, está más vivo que un caimán, y vamos arriba ya mismo, mira que me has puesto vendas, vaya lujo...” Pero no podía durar, con el sol vino el plomo de arriba y abajo, ahí me tocó un balazo en la oreja que si acierta dos centímetros más cerca, vos, hijo, que a lo mejor hacés todo esto, te quedás sin saber en las que anduvo tu viejo. Con la sangre y el dolor y el susto las cosas se me pusieron estereoscópicas, cada imagen seca y en relieve, con unos colores que debían ser mis ganas de vivir y además no me pasaba nada, un pañuelo bien atado ya seguir subiendo; pero atrás se quedaron dos serranos, y el segundo de Pablo con la cara hecha un embudo por una bala cuarenta y cinco. En esos momentos hay tonterías que se fijan para siempre; me acuerdo de un gordo, creo que también del grupo de Pablo, que en lo peor de la pelea quería refugiarse detrás de una caña, se ponía de perfil, se arrodillaba detrás de la caña, y sobre todo me acuerdo de ése que se puso a gritar que había que rendirse, y de la voz que le contestó entre dos ráfagas de Thompson, la voz del Teniente, un bramido por encima de los tiros, un: “¡Aquí no se rinde nadie, carajo!”, hasta que el más chico de los serranos, tan callado y tímido hasta entonces me avisó que había una senda a cien metros de ahí, torciendo hacia arriba y a la izquierda, y yo se lo grité al Teniente y me puse a hacer punta con los serranos siguiéndome y tirando como demonios, en pleno bautismo de fuego y saboreándolo que era un gusto verlos, y al final nos fuimos juntando al pie de la selva donde nacía el sendero y el serranito trepó y nosotros atrás, yo con un asma que no me dejaba andar y el pescuezo con más sangre que un chancho degollado, pero seguro de que también ese día íbamos a escapar y no sé porqué, pero era evidente como un teorema que esa misma noche nos reuniríamos con Luis.
Uno nunca se explica cómo deja atrás a sus perseguidores, poco a poco ralea el fuego, hay las consabidas maldiciones y “cobardes, se rajan en vez de pelear”, entonces de golpe es el silencio, los árboles que vuelven a aparecer como cosas vivas y amigas, los accidentes del terreno, los heridos que hay que cuidar, la cantimplora de agua con un poco de ron que corre de boca en boca, los suspiros, alguna queja, el descanso y el cigarro, seguir adelante, trepar siempre aunque se me salgan los pulmones por las orejas, y Pablo diciéndome oye, me los hiciste del cuarenta y dos y yo calzo del cuarenta y tres, compadre, y la risa, lo alto de la loma, el ranchito donde un paisano tenía un poco de yuca con mojo y agua muy fresca, y Roberto, tesonero y concienzudo sacando sus cuatro pesos para pagar el gasto y todo el mundo, empezando por el paisano, riéndose hasta herniarse, y el mediodía invitando a esa siesta que había que rechazar como si dejáramos irse a una muchacha preciosa mirándole las piernas hasta lo último.
Al caer la noche el sendero se empinó y se puso más que difícil, pero nos relamíamos pensando en la posición que había elegido Luis para esperamos, por ahí no iba a subir ni un gramo. “Vamos a estar como en la iglesia”, decía Pablo a mi lado, “hasta tenemos el armonio”, y me miraba zumbón mientras yo jadeaba una especie de pasacaglia que solamente a él le hacía gracia. No me acuerdo muy bien de esas horas, anochecía cuando llegarnos al último centinela y pasarnos uno tras otro, dándonos a conocer y respondiendo por los serranos, hasta salir por fin al claro entre los árboles donde estaba Luis apoyado en un tronco, naturalmente con su gorra de interminable visera y el cigarro en la boca. Me costó el alma quedarme atrás, dejarlo a Pablo que corriera y se abrazara con su hermano, y entonces esperé que el Teniente y los otros fueran también y lo abrazaran, y después puse en el suelo el botiquín y el Springfield y con las manos en los bolsillos me acerqué y me quedé mirándolo, sabiendo lo que iba a decirme, la broma de siempre:
—Mira que usar esos anteojos —dijo Luis.
—Y vos esos espejuelos —le contesté, y nos doblamos de risa, y su quijada contra mi cara me hizo doler el balazo como el demonio, pero era un dolor que yo hubiera querido prolongar más allá de la vida.
—Así que llegaste, che —dijo Luis.
Naturalmente, decía “che” muy mal.
—¿Qué tú crees? —le contesté igualmente mal. Y volvimos a doblamos como idiotas, y medio mundo se reía sin saber por qué. Trajeron agua y las noticias, hicimos la rueda mirando a Luis, y sólo entonces nos dimos cuenta de cómo había enflaquecido y cómo le brillaban los ojos detrás de los jodidos espejuelos.
Más abajo volvían a pelear, pero el campamento estaba momentáneamente a cubierto. Se pudo curar a los heridos, bañarse en el manantial, dormir, sobre todo dormir, hasta Pablo que tanto quería hablar con su hermano. Pero como el asma es mi amante y me ha enseñado a aprovechar la noche, me quedé con Luis apoyado en el tronco de un árbol, fumando y mirando los dibujos de las hojas contra el cielo, y nos contamos de a ratos lo que nos había pasado desde el desembarco, pero sobre todo hablamos del futuro, de lo que iba a empezar cuando llegara el día en que tuviéramos que pasar del fusil al despacho con teléfonos, de la sierra a la ciudad, y yo me acordé de los cuernos de caza y estuve a punto de decirle a Luis lo que había pensado aquella noche, nada más que para hacerlo reír. Al final no le dije nada, pero sentía que estábamos entrando en el adagio del cuarteto, en una precaria plenitud de pocas horas que sin embargo era una certidumbre, un signo que no olvidaríamos. Cuántos cuernos de caza esperaban todavía, cuántos de nosotros dejaríamos los huesos como Roque, como Tinti, como el Peruano. Pero bastaba mirar la copa del árbol para sentir que la voluntad ordenaba otra vez su caos, le imponía el dibujo del adagio que alguna vez ingresaría en el allegro final, accedería a una realidad digna de ese nombre. Y mientras Luis me iba poniendo al tanto de las noticias internacionales y de lo que pasaba en la capital y en las provincias, yo veía cómo las hojas y las ramas se plegaban poco a poco a mi deseo, eran mi melodía, la melodía de Luis que seguía hablando ajeno a mi fantaseo, y después vi inscribirse una estrella en el centro del dibujo, y era una estrella pequeña y muy azul, y aunque no sé nada de astronomía y no hubiera podido decir si era una estrella o un planeta, en cambio me sentí seguro de que no era Marte ni Mercurio, brillaba demasiado en el centro del adagio, demasiado en el centro de las palabras de Luis como para que alguien pudiera confundirla con Marte o con Mercurio.







Julio Cortázar
(1914-1984)




Reunión
(Todos los fuegos el fuego, 1966